Vivimos en una sociedad en
proceso de evolución. Con una brecha todavía entre los derechos de los que
disfrutan hombres y mujeres, aún no hemos alcanzado una igualdad plena. Solo
hemos de comprobar el salario medio de hombres y mujeres que ocupan los mismos
puestos de responsabilidad o el porcentaje de hombres y mujeres que se dedican
a las labores del hogar.
En este contexto de
desigualdades, ciertas instituciones han tratado de darle a la mujer una mayor visibilidad en la vida pública a través de algunas recomendaciones sobre el uso
de la lingüística. Estas sugerencias se encuentran recogidas en “guías para el
lenguaje no sexista” que, en la mayoría de los casos, se han elaborado sin
tener en cuenta la opinión de profesionales e, incluso, contradiciendo las normas
de la Real Academia Española así como de otras academias hispánicas y numerosos
libros de estilo. Esto ha provocado una gran una oleada de críticas sobre estas
instituciones por parte de estudiosos de la lengua, como es el caso del
artículo publicado por Ignacio Bosque (“sexismo lingüístico y visibilidad de la
mujer”) al que este texto alude.
No pongo en duda la situación de desavenencia
en la que se encuentran las mujeres. Si bien es cierto que cada vez nos
acercamos más a una sociedad igualitaria, todavía quedan muchos escollos que superar.
Estas guías lingüísticas han partido de premisas correctas para llegar a una
conclusión desacertada; creen suponer que nuestro léxico, morfología y sintaxis
establece una relación directa entre el género y el sexo, de manera que todas
aquellas construcciones de género masculino están designando únicamente al sujeto
sexuado varón, ocultando de manera sistemática a las mujeres. Sin embargo, mucho
me temo que género y sexo no son lo mismo y que el lenguaje en sí mismo no es sexista,
tan solo el uso que se le dé en ciertas ocasiones podría considerarse discriminatorio.
En su defensa argumentan que si
no aceptamos este razonamiento, se estará impidiendo la evolución del lenguaje
de acuerdo con el de la sociedad y que, por tanto, mantendremos una serie de
hábitos que lo masculinizarán. Los autores de estas guías parecen ignorar que
la evolución del lenguaje no puede hacerse a marchas forzadas a través de
imposiciones, el lenguaje siempre ha seguido su propio curso, evolucionando por
sí mismo según el uso que los hablantes hagan de él. Los significados de las
palabras se van modificando a medida que evolucionan, incluso aunque sus
antiguos significados sean parcialmente reconocibles en la actualidad, de forma
que no debemos caer en el error de considerar que un término es discriminatorio
a causa únicamente de la acepción original del término del que desciende.
Formar construcciones genéricas con
artículos determinados o cuantificadores en masculino no constituye ninguna
forma de discriminar a la mujer. Estas guías suponen que utilizar el masculino
como uso no marcado no visibiliza a la mujer y que, por tanto, esta se ha de sentir
excluida. Nada más lejos de la realidad, son muchas las mujeres que han
manifestado su desacuerdo con esta suposición y han asegurado sentirse
representadas e incluidas en términos como “todos” “los españoles” “los alumnos”
“los miembros” y un largo etcétera. Que en su evolución el español haya
determinado que los artículos, nombres y adjetivos neutros se compongan con la
letra “o” no responde de forma alguna a un intento de mantener la supremacía
del hombre sobre la mujer. Si nos seguimos empeñando en buscar tres pies al
gato podríamos preguntarnos qué pasa con aquellas palabras que se componen supuestamente
con género femenino pero que pueden designar tanto a hombres como mujeres. Este
puede ser el caso de determinadas profesiones que se forman con la terminación “-ista”
y que, sin embargo, son comunes respecto al género tal y como especifica la RAE.
¿Deberíamos suponer que palabras como oficinista, dentista, periodista o
modista no visibilizan al hombre y que, por tanto, estos se han de sentir excluidos?
La solución que nos proponen
estas “prácticas” guías para no caer en un lenguaje discriminatorio es, básicamente,
el desdoblamiento de los términos genéricos masculinos, de forma que se repita
la misma palabra variando el género para que no quepa ninguna duda de que
incluimos en nuestro discurso tanto a hombres como mujeres. Este desdoblamiento
ralentiza la narración y distrae la atención del objeto principal. Nadie
querría escuchar un discurso que estuviese continuamente parándose a
puntualizar, como “los españoles y las españolas miembros y miembras de la
asociación de adictos y adictas crónicos y crónicas a las pastillas de caramelo”
por ejemplo, antes que un discurso conciso que deje sus ideas claras.
Ante las claras limitaciones que
ofrece esta solución, los manuales también proponen la utilización de sustantivos
colectivos, que facilitan la escritura sin romper la estética del texto.
Debemos evitar, por tanto, expresiones como “los becarios” o “los ciudadanos” y
referirnos a ellos como “las personas becarias” o “la ciudadanía”. Del mismo
modo, seríamos sexistas si dijéramos “el número de parados” o “todos tenemos
sentimientos” en lugar de “el número de personas paradas” o “las personas
tenemos sentimientos”. Poco les importa a los autores de estas guías que los
sustantivos colectivos no sean sustitutivos perfectos de su correspondiente
individual. Es evidente que “la niñez” no es lo mismo que “los niños” y que
sustituir un término por otro cambiaría el significado de la oración. Otra
propuesta para no discriminar a la mujer en el habla es eliminar el artículo
determinativo masculino y mantener tan solo el sustantivo, otra medida inútil que
sólo consigue cambiarle el sentido completo a la frase. “Conozco a los abogados”
no significa lo mismo que “conozco abogados” y, en todo caso, seguiríamos
utilizando la terminación masculina como uso no marcado.
De nuevo, estas improvisadas
guías de estilo dejan de lado composiciones difícilmente concebibles sin el
masculino como genérico. Referirnos a nuestros progenitores con una única
palabra se nos haría muy complicado si dentro del sustantivo “padres” no
pudiéramos incluir a nuestra madre, del mismo modo que utilizar un adjetivo en
el que se vean incluidos varios individuos sería prácticamente imposible y
frases como “Miguel y María conviven juntos” o “enamorados” o “solos” carecerían
de sentido.
En resumen, si se aplicaran las
directrices que estas guías quieren imponer resultaría imposible hablar. No podríamos
comunicarnos sin cambiar el significado de nuestras frases o sin discriminar a
nadie en algún momento. Si bien es cierto que todas las guías parten de una
buena intención (potenciar la visibilidad de la mujer) la solución que para
ello proponen es absurda e inservible. La verdadera lucha por la igualdad de
las mujeres debe perseguirse en la mentalidad de los ciudadanos y en las
prácticas sociales, como bien indica Ignacio Bosque. Una vez que las mujeres
alcancen el reconocimiento que se merecen en estos ámbitos, el lenguaje
cambiará por sí mismo si es que debe hacerlo o se mantendrá como hasta ahora si
realmente no es discriminatorio sexualmente.
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